martes, 23 de julio de 2013

Mito y realidad. Mircea Eliade.


Prof. Mircea Eliade.
Mircea Eliade nació en Rumanía (Bucarest 1907- Chicago 1986), pero desarrolló gran parte de su trabajo intelectual fuera de su país de origen: fue profesor de la Universidad de Bucarest, de la École des Hautes Études de París, de la Universidad de la Sorbona y de la Universidad de Chicago, donde dirigió como catedrático el departamento de Historia de la Religión. En su juventud entró en contacto con el hinduismo y se trasladó a la India durante cuatro años para aprender la lengua sánscrita y la cultura y la religión hindúes. Vivió durante unos años en Lisboa donde conoce a Ortega y Gasset y mantiene contacto con otros intelectuales españoles como Menéndez Pidal y Eugenio D’Ors. Formó parte del círculo de Eranos una organización interdisciplinar de análisis multicultural científico y filosófico que tiene como objetivo explorar los vínculos entre Oriente y Occidente.
En esta obra que vamos a resumir a continuación y en El mito del eterno retorno (de la que hablaremos en la próxima entrada) el autor rumano expone las principales características del pensamiento de las sociedades que él denomina «primitivas» o «arcaicas» y cómo, de alguna u otra manera, rasgos importantes de este pensamiento perviven todavía en nuestros días. La edición que manejamos es un tanto antigua, del año 1973, y de una editorial de la que yo por lo menos no tengo contancia que todavía sigan publicando: la editorial Guadarrama. La compré por internet en la libreria Alcaná (quizás la libreria online que mejor funcione en España hoy en día en lo referente a libros usados y viejos). Soy consciente de que existe una edición nueva que ofrece la editorial Paidós y que creo que mejora (por lo menos en cuanto a la traducción del título es más fiel) la que tengo entre manos, pero soy un amante de los libros viejos (este huele un poco a tabaco negro y a madera) y además estoy sin un duro por lo que no me queda mucha elección. Algunos detalles técnicos sin enrollarme más: Eliade, Mircea: Mito y realidad. trad. Luis Gil, Madrid, Guadarrama, 1973. (239 pp.)

Vamos a pasar a hablar brevemente de cada uno de los capítulos:

Capítulo 1. La estructura de los mitos.
El estudio de los mitos debe partir, nos dice al principio de esta obra Mircea Eliade, desde el análisis de la significación del mito en las sociedades arcaicas y tradicionales puesto que en ellas los mitos todavía permanecen con «vida», es decir, debemos buscar la concepción del mito en las sociedades en las que éste todavía constituye un modelo de conducta humana y una forma de otorgar valor y sentido a la existencia.
Un poco más adelante el autor nos ofrecerá la siguiente definición de mito: «El mito cuenta una historia sagrada; relata un acontecimiento que ha tenido lugar en el tiempo primordial, el tiempo fabuloso de los «comienzos». Dicho de otro modo: el mito cuenta cómo, gracias a las hazañas de los Seres Sobrenaturales, una realidad ha venido a la existencia, sea ésta la realidad total, el Cosmos, o solamente un fragmento: una isla, una especie vegetal, un comportamiento humano, una institución» (p. 18). Podemos extraer algunas de las características principales del mito a partir de la definición que acabamos de ver. En primer lugar es fundamental el hecho de que el mito constituye la historia de los actos de Seres Sobrenaturales, es decir, no son historias con protagonistas comunes o carentes de importancia. Por otro lado encontramos que el mito es considerado en estas sociedades primitivas como una historia sagrada y como una historia verdadera. Una historia sagrada porque está protagonizada, como hemos dicho antes, por Seres Sobrenaturales. Pero es además una historia verdadera porque hace referencia a realidades que podemos comprobar con facilidad, porque están a nuestro alrededor, constituyen nuestro entorno o explican nuestra vida, como el origen del mundo o el origen de la muerte, por ejemplo. Una tercera característica importante del mito es que siempre hace referencia a una «creación», nos cuenta cómo algo se ha producido, cómo algo ha llegado a ser (bien nos habla del origen de un ser o de una institución, de una forma de trabajar, etc.).
Conocer el origen de la cosas tiene para el hombre primitivo una importancia y una significación que puede resultar extraña para nosotros. Para estos hombres los mitos no constituyen solamente una oportunidad para conocer la explicación del mundo y todo lo que está relacionado con su existencia, sino que son además: por una parte, una forma de manipular y manejar a su antojo las cosas que les rodean. Conocer el origen de la caza, de la enfermedad, de la cosecha, etc., hace al hombre capaz de dominar estas actividades. Dicha forma de conocimiento no es (como puede ocurrir en nuestros días) un conocimiento abstracto y exterior, sino que es algo vivido, sobre todo a partir del ritual. Por otro lado, el mito ofrece al hombre primitivo la posibilidad de reactualizar aquello que los Dioses, los Héroes o Antepasados hicieron, otorgando la posibilidad de asistir a las obras creadoras de los Seres Sobrenaturales. En ese mismo momento los personajes del mito se hacen presentes haciendo que el hombre primitivo se convierta en su contemporáneo y consiga trasladarse del tiempo profano al tiempo sagrado.


Capítulo 2. Prestigio mágico de los orígenes.
Lo primero que nos muestra Eliade en este segundo capítulo son las diferencias y similitudes entre el mito origen y el mito cosmogónico. Ambos, nos dice, tienen una estructura común y es que, no en vano, la cosmogonía (esto es, la creación por excelencia) se constituye como el modelo esencial del relato de toda nueva creación. Pero esto no quiere decir que el mito de origen copie el modelo del mito cosmogónico: los mitos de origen prolongan y complementan los mitos cosmogónicos, nos hablan de cómo una nueva creación ha enriquecido o empobrecido el mundo, parten en ese sentido de la base del mito cosmogónico, se engarzan en ella: «Esta es la razón por la cual ciertos mitos de origen comienzan por el esquema de una cosmogonía» (pp. 34-35).
Existe una íntima conexión entre el mito cosmogónico y el mito de origen de la enfermedad y del remedio y el ritual de curación: la mayoría de los cantos rituales con carácter medicinal comienzan con la cosmología, con ello se trata de proyectar al enfermo fuera del tiempo profano y remontarlo hacia los orígenes del Mundo, insertándolo en un tiempo primordial. Además, por otro lado, el remedio no tendrá efecto si no se recuerda ritualmente su origen frente al enfermo.
Este retorno al origen que ofrece el mito de origen de la enfermedad ofrece al enfermo la oportunidad de recomenzar su vida nuevamente. Pero como señala el autor parece que para las sociedades primitivas la vida no puede ser reparada sino simplemente recreada por un retorno a las fuentes, y la fuente por excelencia es el brote de energía que tuvo lugar en la Creación del Mundo.
Pero el mito cosmogónico no se reduce a ese plano simplemente, sino que se expande a todas aquellas circunstancias en las que el hombre primitivo tiene algo que hacer, que crear. Esto se debe a que, como nos dice Eliade: «la cosmogonía constituye el modelo ejemplar de toda situación creadora; todo lo que hace el hombre, repite en cierta manera el «hecho» por excelencia, el gesto arquetípico del Dios creador: la creación del Mundo» (p. 45).
La idea principal que se esconde tras esta creencia es que la primera manifestación de una cosa es la que tiene más valor y significado, y no sus sucesivas manifestaciones. No es lo que enseñan los padres y los abuelos lo que interesa en los mitos, sino lo que hicieron por primera vez los Antepasados en los tiempos míticos, es decir, las sociedades primitivas menosprecian (o tratan de abolir) todo tiempo profano, es decir, únicamente consideran valioso el tiempo fuerte, el tiempo del origen.


Capítulo III. Mitos y ritos de renovación.
Mircea Eliade comienza este tercer capítulo tratando acerca de la relación entre entronización y cosmogonía. En efecto, en muchos pueblos (especialmente aquellos que viven de la agricultura) se reitera de forma simbólica la cosmogonía cada vez que nace un nuevo soberano. Es algo que encontramos en el rajasûya, el ritual de consagración del nuevo rey indio, o también en Egipto, con la coronación de un nuevo faraón. El ritual de consagración del nuevo rey y el ritual de Año Nuevo tienen en común, nos dice el autor, una característica principal: la renovación cósmica.
A pesar de la gran diferencia que existe entre los pueblos arcaicos que estamos estudiando, todos tienen algo en común, a saber, todos consideran que el Mundo debe ser renovado anualmente con la celebración de los rituales propios del Año Nuevo (aunque varíen en cuanto a fecha y forma).  También nos ofrece una idea que se repite en muchos pueblos: la necesidad de renovar anualmente el Cosmos pues de lo contrario llegaría a arruinarse, es decir, existe la convicción en muchos pueblos de que la obra de los Seres Sobrenaturales en su contacto con el devenir de este mundo, entra poco a poco en degeneración, por ello se hace necesario invocar cada año la presencia de los Dioses con el fin de fortalecer su obra. De ese modo se consigue, según el autor: «El mundo no solo se hace más estable y se regenera, sino que se santifica también por la presencia simbólica de los Inmortales» (p. 59). Ideas similares a estas (que Eliade en un principio nos muestra en relación a los pueblos primitivos de California) se encuentran también en muchos pueblos del Oriente Próximo antiguo como los egipcios, los mesopotamios y los israelitas: todos estos pueblos, salvando las diferencias cultuales que los caracterizan, comparten una esperanza común en la renovación anual o periódica del mundo.
Pero hay una idea que subyace bajo esta creencia, que la sostiene y apoya, se trata de la idea de la perfección de los comienzos, así nos lo muestra el autor: «Si es probable que la intuición del «Año» en cuanto ciclo se encuentre en el origen de la idea de un Cosmos que se renueva periódicamente, en los escenarios mítico-rituales del Año Nuevo se descubre otra idea, de origen y de estructura diferente. Es la idea de la «perfección de los comienzos», expresión de una experiencia religiosa más íntima y más profunda, nutrida por el recuerdo imaginario de un «Paraíso perdido», de una beatitud que precedía la actual condición humana. Puede que el escenario mítico-ritual del Año Nuevo haya desempeñado un papel tan importante en la historia de la humanidad especialmente porque, al asegurar la renovación cósmica, alentaba asimismo la esperanza en una recuperación de la beatitud de los «comienzos»» (p. 64).
Ya lo apuntábamos anteriormente, para el hombre primitivo el transcurso del Tiempo implica un alejamiento progresivo del comienzo y eso, a su vez, supone un alejamiento de la perfección inicial. Este pesimismo que afirma que la plenitud y el vigor del mundo se van alejando poco a poco queda recuperado sin embargo de manera periódica con la celebración del Año Nuevo. Ahora bien, Eliade nos muestra a continuación cómo poco a poco este Año se ha ido extendiendo hasta convertirse en un gran Ciclo Cósmico o Gran Año, y esta extensión ha traído aparejada consigo la siguiente idea: «la Nueva creación no puede tener lugar hasta que este mundo no sea definitivamente abolido» (p. 65), es decir, la única posibilidad de volver a conseguir la perfección es la eliminación de todo aquello que está degradado. Por alguna extraña causa, poco a poco se va forjando la idea a partir del estadio proto-agricola de la cultura de que existen también destrucciones verdaderas del Mundo y no solo rituales, es decir, que se va a llevar a cabo una auténtica regresión del Cosmos al estado caótico para realizarse una nueva cosmogonía: son los Ritos del Fin del Mundo que analizaremos en el siguiente capítulo.


Capítulo IV. Escatología y cosmogonía
Según Eliade, para los pueblos primitivos el Fin del Mundo ha tenido lugar ya, aunque deba producirse en un futuro más o menos alejado. Existen numerosos ejemplos al respecto: los mitos de cataclismos cósmicos, que narran como el Mundo fue destruido y la humanidad aniquilada salvo una pareja o un grupo de supervivientes. También son muy comunes los mitos del Diluvio (salvo en África), junto a estos encontramos la destrucción de la humanidad por motivos tan variados como temblores de tierra, incendios, derrumbamientos de montañas, etc.
Estos mitos no nos hablan de un fin absoluto, son más bien la desaparición de una humanidad que da lugar a otra, con un paso previo por la vuelta al Caos y la Cosmogonía. Según Eliade el Fin del Mundo del pasado y el que tendrá lugar en el futuro suponen una proyección a escala macrocósmica y con una gran intensidad dramática del sistema mítico-ritual de la fiesta de Año Nuevo. Esta vez no se trata ya de lo que el autor denomina el «fin natural» del Mundo, sino de una catástrofe real que es provocada por los Seres divinos. Hablándonos de los motivos que consideran los pueblos primitivos como los más acertados para explicar este fin, Eliade nos dice que la creencia en la decrepitud y vejez del Mundo está muy extendida, esa sería la causa de su destrucción y de su nueva regeneración.
El autor pasa a analizar el lugar que ocupa el Fin del Mundo en las religiones más complejas. En la religiones orientales destaca especialmente la religión india que, a partir de los Brâhmanas y, sobre todo, de los Purânas, desarrollan la doctrina de las cuatro edades del Mundo (yugas), que se caracteriza esencialmente por la cíclica creación y destrucción del mundo. También encontramos rasgos destacables del mito de la «perfección de los comienzos», sobre todo en la pureza, belleza, inteligencia y longevidad de la vida durante la primera edad (krta yuga). En el curso de las edades siguientes se asiste a una progresiva deterioración, tanto de las capacidades intelectuales, como morales e incluso una disminución de la edad.
El mito de la perfección de los comienzos se encuentra claramente en Mesopotamia, entre los israelitas y los griegos. Para los babilonios los reyes antediluvianos reinaron entre diez mil y setenta mil años, por su parte las dinastías postdiluvianas no llegaron a los dos mil años. También los babilonios conocían un Paraíso primordial y conservaban el recuerdo de una serie de destrucciones y recreaciones de la raza humana. Los israelitas también poseen estas ideas: perdida de un Paraíso original, decrecimiento de la longitud de la vida y diluvio que destruyó a la humanidad a excepción de algunos privilegiados. Existen en Grecia, por otra parte, dos tradiciones míticas complementarias: la teoría de las edades del Mundo que fue expuesta por primera vez por Hesíodo y en la que se nos habla de la degeneración progresiva del hombre en el curso de las cinco edades. Por otro lado tenemos la doctrina cíclica que hace su aparición con Heráclito (y que tendrá gran influencia sobre la doctrina estoica del Eterno Retorno) que nos habla de un ciclo ininterrumpido de creaciones y destrucciones.
Algunas de estas ideas se encuentran en las visiones escatológicas judeocristianas, aunque el judeocristianismo presenta una innovación principal con respecto a ellas: el Fin del Mundo será único del mismo modo que lo ha sido la Cosmogonía, y el Paraíso recobrado será el mismo que Dios creó por primera vez y ya no tendrá fin. Existe una diferencia más, la escatología representa para el judeocristianismo el triunfo de una Historia Sagrada, los hombres serán juzgados por el valor religioso de sus actos. Finalmente, otra diferencia con las religiones cósmicas consiste en que para el judeocristianismo el Fin del Mundo forma parte del misterio mesiánico: «Para los judíos, la llegada del Mesías anunciará el Fin del Mundo y la restauración del Paraíso. Para los cristianos, el Fin del Mundo precederá a la segunda venida de Cristo y al Juicio Final, Pero tanto para los unos como para los otros  el triunfo de la Historia Sagrada –manifestado por el Fin del Mundo– implica en cierto modo la restauración del Paraíso» (p. 79).
Para los primeros cristianos la Nueva Creación se levantará sobre las ruinas de la primera, un síndrome de la catástrofe final que recuerda mucho a las descripciones indias de la destrucción del universo. Será una época que estará dominada por la figura del Anticristo (algo que según Eliade es un equivalente al retorno al Caos) y que estará presidido por la absoluta subversión de los valores sociales, morales y religiosos. Pero Cristo vendrá y purificará el mundo por medio del fuego.
A pesar de que muchos de los Padres ilustres de la Iglesia lo habían profesado anteriormente, el milenarismo fue condenado como herejía cuando el cristianismo se convirtió en religión oficial del Imperio romano. La iglesia había aceptado la historia, y el eschaton no era ya un acontecimiento inminente: el triunfo de la Iglesia y su correspondiente antimilenarismo supone según Eliade la primera manifestación de la doctrina del progreso ya que habiendo aceptado el Mundo tal y como era trataba de hacer la existencia humana un poco menos desgraciada de lo que era en las grandes crisis históricas. Resulta interesante destacar el apunte que hace Eliade acerca de la aparición de la escatología y el milenarismo en dos movimientos políticos aparentemente secularizados como son el nazismo y el comunismo, en ambos se muestra como siguen vivas algunas viejas quimeras que parecen más propias de otros tiempos, no en vano ambos movimientos están basados en dos promesas fundamentales: el fin de este mundo tal y como lo conocemos y la llegada de una época de abundancia y beatitud.
Fuera del mundo occidental es donde tiene una especial importancia el mito del Fin del Mundo, el caso más conocido son los movimientos nativistas y milenarismos entre los que destacan los «cargo cults», que encontramos en ciertas regiones de Oceanía y en antiguas colonias de África. Eliade afirma que la morfología de los milenarismos primitivos es muy variada, sin embargo se pueden extraer algunas notas características principales: 1.º, pueden considerarse como un desarrollo del escenario mítico-ritual de la renovación periódica del Mundo, 2.º, están influenciados directa o indirectamente por la escatología cristiana, 3.º, rechazan a los occidentales a pesar de sentirse atraídos por sus valores y bienes materiales, 4.º, están liderados por fuertes personalidades religiosas de tipo profético y amplificados por intereses políticos, 5.º, creen que el milenio es algo inminente (lo entienden como una vuelta a los orígenes, poseen una imagen idealizada de la sociedad, la economía y la cultura anterior a la llegada del hombre blanco) y que no se llevará a cabo sino después de grandes catástrofes o cataclismos (en caso contrario siempre se trataría de una abolición del Mundo existente en el plano simbólico).
Concluye el autor este capítulo con una interesante, aunque breve, reflexión acerca del «fin del mundo» en el arte moderno, y es que, según nos muestra, en el arte de principios del siglo pasado se produjo una transformación tan importante que se ha hablado incluso de una «destrucción del lenguaje artístico». Según nos dice Eliade se trata de toda una destrucción del Universo artístico establecido que ha llevado al Caos y a partir del cual los artistas tratan de buscar algo que nunca se había expresado. Eliade compara este intento con la actitud de los primitivos que intentan destruir un mundo que consideran gastado y ya agonizante para crear uno nuevo lleno de vigor.


Capítulo V. El tiempo puede ser dominado.
Hemos visto en el anterior capítulo cómo los mitos del Fin del Mundo lo esencial no está tanto en el hecho del Fin sino en la certidumbre que tienen los hombres primitivos en un nuevo comienzo. También en capítulos anteriores el autor había hablado acerca de la importancia otorgada por el hombre arcaico al conocimiento de los orígenes, recordemos que sólo conociendo el origen de cada cosa (animal, planta, etc.) se puede tener un dominio mágico sobre ella. En ese sentido, los mitos escatológicos ofrecen al hombre la posibilidad de saber lo que ha sucedido ab origine y esto supone la esperanza de saber que su mundo siempre estará allí, aunque sea periódicamente destruido, ya que se conocía la cosmogonía, es decir, se sabía el «secreto» origen del mundo.
Pero ese deseo de conocer el origen de la cosas no es exclusivo del hombre primitivo, también es característico de la sociedad occidental, que entre el siglo XVII y el XIX se ha empeñado por conocer el origen del Universo, de las especies, del lenguaje, de la sociedad, etc. En el siglo XX este deseo encuentra otro cauce diferente, el psicoanálisis es quizás el mejor exponente. Dos son las ideas de Freud que Mircea Eliade destaca para sus propósitos: 1. En primer lugar, el interés de Freud en lo primordial humano que cree es la infancia, algo muy significativo ya que la beatitud en los comienzos es algo que el psicoanálisis no comparte con ninguna otra de las ciencias que se encargan de lo humano (estas, por su parte, consideran que el comienzo del hombre es precario y necesita de la mejora que conlleva consigo el tiempo), pero que, sin embargo, es algo muy importante para el hombre arcaico. Ha habido un «Paraíso» en la vida de todo hombre (la infancia antes del destete) que quedó turbado, destruido a causa de una situación traumática, caótica diríamos con el lenguaje de los mitos. 2. En segundo lugar, resulta destacable para Eliade la idea del psicoanálisis de la «vuelta hacia atrás», es decir, el medio con el que el psicoanálisis cree poder reactualizar algunos acontecimientos que fueron decisivos en la infancia. Existe una diferencia entre la creencia que tienen los hombres primitivos de que es posible reactualizar y revivir los acontecimientos narrados en los mitos y esta vuelta atrás de la que nos habla el psicoanálisis, mientras que la primera suele ser en la mayoría de las veces colectiva (participa toda la comunidad o una parte importante de ella), el psicoanálisis hace posible un retorno individual al tiempo de origen.
Pero Eliade nos muestra un poco más adelante que esta vuelta atrás con fines curativos era algo practicado por las culturas extraeuropeas mucho antes que Freud lo usara. Se trataba de técnicas fisiológicas y psicomentales (que guardan cierta relación con el regressus ad uterum que se efectúa en los ritos iniciáticos de las culturas primitivas) y que otorgan la posibilidad de conseguir tanto la regeneración, la longevidad, así como la curación y la liberación final del que las usa: son la «respiración embrionaria» y el trabajo alquímico de los taoístas chinos. En ambas técnicas el taoísmo trata de obtener un estado de unidad primordial, de encontrar el estado que precedía a la cosmogonía, el caos, es decir, ellos también creen que la enfermedad se cura con un retorno al origen, la única forma eficaz que el pensamiento primitivo tenía de anular la obra del tiempo.
Encontramos una pauta de comportamiento que se repite en diferentes culturas y diferentes periodos históricos, se trata del intento de curarse de la acción del Tiempo por medio de «volver hacia atrás» para alcanzar el «comienzo del Mundo». Para el pensamiento indio, por ejemplo, la ley del karma impone el eterno retorno a las transmigraciones y, por lo tanto, al sufrimiento, solo liberándose de la ley kármica puede conseguirse la liberación. Una de las técnicas utilizadas para este fin es la del «retorno hacia atrás» con el fin de conocer las existencias anteriores, una técnica que trata de conocer el punto de partida, de dar con la cosmogonía para alcanzar el No-Tiempo, llegando al momento anterior a caer en la existencia y el sufrimiento. También en el Hatha-yoga y ciertas escuelas tántricas se utiliza un método similar denominado «marchar contra corriente» con el que también se trata de llegar al aniquilamiento del Cosmos y acceder a la inmortalidad recobrando la Unidad primordial. Eliade nos quiere hacer ver cómo existe un mismo comportamiento en las técnicas terapéuticas primitivas, las técnicas chinas y las indias con respecto al tiempo, a pesar de sus diferencias tanto históricas como geográficas y culturales. En todas ellas: para curarse del paso del tiempo hay que volver atrás y alcanzar el comienzo del mundo.
El autor ha tratado de hacernos ver que el retorno existencia al origen no es exclusivo de la mentalidad primitiva sino que podemos encontrarlo incluso en nuestros días (psicoanálisis). Existen varias posibilidades de llevar a cabo ese volver hacia atrás, pero las más importantes son dos: 1.ª, la reintegración rápida y directa a la situación primera (ya sea el Caos o el momento de la Creación); 2.ª, en el segundo caso se da un retorno progresivo al origen desde el momento presente hasta el «comienzo absoluto», es decir, no se produce una abolición vertiginosa como en el primer caso sino que se lleva a cabo una rememoración minuciosa y exhaustiva de los acontecimientos personales e históricos. En este segundo método, la memoria desempeña un papel primordial, ya que en el pensamiento primitivo (ya lo habíamos apuntado anteriormente de alguna forma) aquel que es capaz de conocer sus propias existencia anteriores consigue el dominio del propio destino. «Aquel que se acuerde de sus «nacimientos» (=origen) y de sus vidas anteriores (=duraciones constituidas por una serie considerable de sucesos experimentados) logra liberarse de los condicionamientos kármicos; en otros términos: se hace dueño de su propio destino. Por eso la «memoria absoluta» -la de Buddha, por ejemplo- equivale a la omnisciencia y confiere a su poseedor el poder de cosmócrata» (p. 105). Pero según el autor esta importancia otorgada al conocimiento de los «orígenes» y de la «historia» antigua deriva en última instancia de la importancia concedida a los mitos que relatan la constitución de la condición humana, unos mitos, que como veremos en el próximo capítulo, no sólo deben ser conocidos sino rememorados continuamente.


Capítulo VI. Mitología, Ontología, Historia.
Para el homo religiosus lo esencial precede a la existencia, es decir, el hombre es tal como es porque ha tenido lugar ab origine una serie de acontecimientos que son narrados por los mitos. Para el hombre religioso la existencia real y auténtica comienza en el momento en que recibe la comunicación de esta historia primordial y divina (porque está protagonizada por Seres Sobrenaturales) y asume las consecuencias. Lo «esencial», el drama que ha constituido al hombre tal y como es hoy, difiere para cada una de las religiones, pero Eliade está más interesado en analizar las actitudes del homo religiosus con respecto a ese fenómeno «esencial» que le precede.
Un gran grupo de tribus primitivas (especialmente aquellas que han quedado en el estadio de la recogida y de la caza) conocen al Dios supremo, pero éste no desempeña apenas alguna labor en la vida religiosa, es lo que Eliade denomina como Deus Otiosus: se suele tratar de un Ser supremo que creó al Mundo y al hombre pero que abandonó rápidamente sus creaciones y se retiró al Cielo perdiendo casi toda la actualidad religiosa (está ausente del rito y de los cultos). Este Deus Otiosus acaba por ser olvidado en un proceso que recuerda mucho a la «muerte de Dios» proclamada por Nietzsche pero que, sin embargo, no está normalmente acompañada de un proceso de empobrecimiento de la vida religiosa sino todo lo contrario, la vida religiosa bulle con toda su energía una vez que se ha superado esta fase religiosa, diferentes divinidades  que ayudan o persiguen al hombre de forma más directa ocupan su lugar. También nos hace ver que el llamado «eclipse de Dios» de Martin Buber, es decir, el alejamiento y silencio de Dios que tanto atormenta a los teólogos modernos, no es una cuestión novedosa: la «transcendencia» del Ser Supremo ha sido siempre la excusa para la indiferencia del hombre a su respecto.
Junto a los Deus Otiosus la historia de las religiones ofrece casos de Dioses que desaparecen porque le dieron muerte los propios hombres. Esta muerte violenta de las divinidades es creadora porque conlleva algo muy importante para la existencia humana y, aún más, prolonga en cierto modo la existencia. Trayendo a colación una serie de ejemplos Eliade reconstruye un esquema general en el que se encuentran las siguientes características principales: 1.º, en primer lugar, un Ser sobrenatural mata a los hombres con el fin de iniciarlos; 2.º, los hombres no comprenden el sentido de esta muerte iniciática por lo que se vengan dándole muerte, directamente a continuación, sin embargo, fundan ceremonias secretas en relación con ese drama primordial; 3.º, se hace estar presente al Ser sobrenatural en estas ceremonias a través de una imagen o de un objeto sagrado que se considera que representa su cuerpo o su voz.
Estos mitos, nos dice Eliade, no son ya ontología sino historia, es decir, para estos mitos y las religiones que los sostienen lo esencial no es ya el momento de Creación del Mundo, sino un momento determinado de la época mítica posterior en el que intervienen no solo Dioses sino también seres humanos. Es un hecho importante que irá aumentando progresivamente dando lugar a los primeros mitos patéticos y trágicos: «Las grandes mitologías del politeísmo euroasiático, que corresponden a las primeras civilizaciones históricas, se interesan cada vez más en lo que sucedió después de la creación de la Tierra, e incluso después de la creación (o la aparición) del hombre. El énfasis recae ahora en lo que ha sucedido a los Dioses y no en lo que han creado» (p. 125).
En un determinado momento de la Historia tiene lugar, especialmente en Grecia con los filósofos presocráticos y en Egipto con los Upanishads, el principio de la «desmitificación» por el cual las «élites» intelectuales no podían encontrar en los mitos aquello que sus antepasados habían encontrado. Eliade nos dice que para estas «élites» lo «esencial» no se encuentra ya en la historia de los Dioses sino en una «situación primordial» que precedería a esta historia, es decir, se trata de todo un esfuerzo de ir más allá de la mitología para tratar de acceder a la fuente primera (arché) de donde brotó lo real e identificar la matriz del Ser: se trata entonces de un problema ontológico y no cosmológico. Se trata de acceder a los «esencial» no por una «vuelta hacia atrás» obtenida por medios rituales sino por un esfuerzo del pensamiento. Todo esto lleva al autor a concluir que las primeras especulaciones filosóficas derivan de la mitología en cuanto tratan de comprender el «comienzo» absoluto del que hablan las cosmogonías, de desvelar el misterio de la aparición del Ser.


Capítulo VII. Mitología de la memoria y del olvido.
La historia de los maestros yoguis Matsyendranâth y Gorakhnâth sirve al autor para hablarnos de la significación de la memoria y el olvido en la mitología india. En ese sentido nos habla acerca de la amnesia de Matsyendranâth que le hizo olvidar por completo su identidad al enamorarse de una reina. Sólo la intervención de su discípulo Gorakhnâth permite a su maestro volver a recuperar la memoria y no perder la inmortalidad que anhelaba. Como nos muestra Eliade la literatura india usa diferentes metáforas entre las que se encuentra el olvido o el sueño para simbolizar la condición humana, por otra parte tenemos la memoria, el despertar o ser despertado para simbolizar la liberación de esa condición. También trae a colación otra bella historia, la del hombre que es secuestrado por unos bandoleros lejos de la ciudad con los ojos vendados y que sólo encuentra el camino de vuelta cuando alguien le quita la venda y le muestra la dirección a seguir. En este y otros casos la simbología suele resultar similar: la liberación se suele simbolizar como un «despertar» o una toma de conciencia de una situación que existía desde el principio (se trata de una especie de ignorancia de sí mismo), la sabiduría que rompe el velo de Mâyâ es una especie de liberación, un «despertar» que nos devuelve a nuestro verdadero ser y nos muestra cómo la esclavitud humana (preocupaciones del vivir diario) sólo es pura apariencia. Buddha es el despierto por naturaleza porque recordaba todas sus existencias anteriores, por ello poseía absoluta omnisciencia.
A continuación Eliade pasa a hablarnos del significado de la Memoria y del Olvido en la Antigua Grecia, y nos muestra cómo parecen existir dos valoraciones de la memoria en este periodo. En primer lugar nos habla de aquella que se refiere a los acontecimientos primordiales (cosmología, la teogonía, la genealogía). Son acontecimientos en los que éstos no se han implicado de forma personal, pero que sin embargo los han constituido de forma indirecta. En esta concepción de la memoria parecen ser inmunes al Olvido aquellos privilegiados que son inspirados por las Musas y que, de ese modo, logran recobrar la memoria de los acontecimientos primordiales. En segundo lugar encontramos una concepción de la memoria de existencias anteriores (acontecimientos históricos y personales). En esta segunda concepción se trata de descubrir los detalles de su propia «historia» e integrarlos en una sola trama para descubrir el sentido de su destino. En este plano resultan inmunes al Olvido aquellos que, como Pitágoras o Empédocles, logran acordarse de existencias anteriores. Platón conoce ambas concepciones de la memoria y las reinterpreta para adecuarlas a su sistema filosófico, de este modo afirma que: «Entre dos existencia terrestres, el alma contempla las Ideas: comparte el conocimiento puro y perfecto. Pero, al reencarnar, el alma bebe de la fuente Lethe y olvida el conocimiento conseguido por la contemplación directa de las Ideas. Con todo, este conocimiento está latente en el hombre encarnado y, gracias al trabajo filosófico, es susceptible de actualizarse. Los objetos físicos ayudan al alma a replegarse sobre sí misma y, por una especie de «retorno hacia atrás», a reencontrar y recuperar el conocimiento originario que poseía en su condición extraterrena. La muerte es, por consiguiente, el retorno a un estado primordial y perfecto, perdido periódicamente por la reencarnación del alma« (p. 141). Existen múltiples semejanzas entre la  teoría de anamnesis platónica y el comportamiento del hombre de las sociedades arcaicas y tradicionales: a estos últimos los mitos le muestran que todo lo que ha hecho o trata de hacer ha sido ya hecho al principio del Tiempo; el Olvido para ambas concepciones no es parte de la muerte sino que está relacionada con la vida y la reencarnación: no se trata de un olvido de las existencia anteriores sino de un olvido de verdades transpersonales y eternas.
Tanto para la mitología griega como para el judaísmo y el cristianismo, sueño y muerte están estrechamente relacionados. Tan solo teniendo en cuenta esa íntima relación puede comprenderse que la acción de despertarse tenga significación «soteriológica»: Sócrates, por ejemplo, es enviado por los dioses a los hombres para que despierten de su sueño que supone a la misma vez olvido y muerte. Estos motivos están especialmente presentes en el gnosticismo, como ha mostrado Hans Jonas: en su simbología encontramos, por un lado, la idea de que al acercarse a la Materia el alma olvida su propia identidad. También encontramos una crítica al deseo que los hombres sienten por dormir. Ignorancia y sueño, por otro lado, se expresan en términos de embriaguez. El mensajero despierta al hombre de su sueño y ese despertar implica anamnesis: el reconocimiento del origen celeste. Uno de las enseñanzas más importantes que trae consigo el mensajero consiste en la prescripción de no dejarse atrapar por el sueño. Este intento de vencer al sueño no es único del gnosticismo sino que se encuentra muy extendida, constituyendo una prueba iniciática en muchos pueblos primitivos. Pero no dormir no constituye solamente un triunfo sobre la fatiga física sino que es ante todo una prueba espiritual.
El autor nos muestra algunos puntos en común entre el gnosticismo y la filosofía india. La revelación central del gnosticismo es que a pesar de estar en el mundo, él (el gnóstico) no es de este mundo sino que viene de otra parte. Este es un mensaje muy similar al presentado por la especulación filosófica india: el Yo (purusha) es por excelencia un «extranjero», no tiene nada que ver con el Mundo (prakti). Ambas doctrinas están por otra parte interesadas (algo que a su vez comparten con las religiones primitivas como pudimos ver al principio) por rememorar el drama que tuvo lugar en los tiempos míticos, sin embargo (y en esto difieren radicalmente del pensamiento primitivo), el conocimiento que le ofrecen los mitos no les ofrece unas reglas o prescripciones a guardar sino que, por el contrario, les libra de toda responsabilidad: «El gnóstico, como el discípulo de Sâmkha-Yoga, ha sido ya castigado por el «pecado» de haber olvidado su verdadero Yo. Los sufrimientos que constituyen toda existencia humana desaparecen en el momento del despertar» (p. 150).
Este capítulo VII concluye con un análisis de lo que el autor denomina como «uno de los pocos síntomas alentadores del mundo moderno», esto es, el importante papel que ha tenido la historiografía en la cultura occidental desde el siglo XIX. Según Eliade la historiografía constituye una suerte de anamnesis a partir de la cual el hombre occidental penetra en lo más hondo de su ser alcanzado una solidaridad con pueblos desaparecidos o periféricos. Según el autor ésta es una forma inconsciente que el hombre tiene de tratar de librarse del peso de la Historia contemporánea, de proyectarse fuera de su momento histórico y también supone una forma de prolongar (aunque en otro plano) la valorización religiosa de la memoria y el recuerdo.

Capítulo VIII. Grandeza y decadencia de los mitos.  
En los niveles arcaicos de la cultura el mito pone al hombre en contacto con una realidad transhumana que hace nacer la idea de que existen valores absolutos que guían al hombre y dan sentido a la existencia. Para estos hombres el mundo es algo «abierto» y a la misma vez supone algo «cifrado», y es que la existencia del Mundo es el resultado de un acto divino de creación: todo objeto cósmico tiene una «historia», por lo tanto no es algo desprovisto de significación sino que es capaz de hablar al hombre. Esto hace del mundo un lugar familiar y transparente. Pero a la misma vez resulta misterioso ya que tras su creaciones están las huellas de seres de otro mundo: «la «Naturaleza» desvela y enmascara a la vez lo «Sobrenatural», y en ello reside para el hombre arcaico el misterio fundamental e irreductible del Mundo» (p. 160). En este Mundo el hombre no se siente preso de su devenir, sino que él también está «abierto». Pero no debemos traducir esta apertura en una concepción bucólica de la existencia humana. El mito, nos dice Eliade, no es garantía de bondad ni de moral, su función es la de dar una significación al mundo y a la existencia humana.
Teniendo en cuenta todo esto podremos comprender que el mito lleva a cabo una elevación del hombre: le fuerza a transcender sus límites, a situarse junto a Dioses y Héroes míticos para realizar sus mismos actos. Es esta importancia del mito la que explica que en las sociedades arcaicas la recitación de los mitos tan solo pueda llevarse a cabo por determinados individuos (los chamanes, los medicine-men o por miembros de cofradías secretas). Lejos de lo que pudiera parecer estas recitaciones no están necesariamente estereotipadas sino que pueden verse modificadas ante el impacto de una fuerte personalidad religiosa. Investigaciones recientes han puesto de relieve el papel de los individuos creadores en la elaboración y creación de los mitos: «Los diferentes especialistas de lo sagrado, desde los chamanes hasta los bardos, acabaron por imponer en las colectividades respectivas al menos algunas de sus visiones originarias» (p. 165).
Eliade pasa entonces a un análisis del mito griego (o más bien a un análisis del proceso de desmitificación que tuvo lugar a lo largo de toda la Grecia Antigua) y a las relaciones que tuvo con el cristianismo. El mito griego sufrió desde muy pronto la crítica de los racionalistas, especialmente fueron críticos ante aquellas conductas caprichosas e inmorales que los poetas presentaban como divinas. La crítica ante la imagen que ofrecían los poetas se impuso poco a poco entre las élites griegas y, con la victoria del cristianismo, se extendió por todo el mundo grecorromano. Pero frente a esta idea el autor nos recuerda que Homero no era ni teólogo ni mitógrafo, es decir, no pretendía exhaustividad alguna al presentar la religión y la mitología griegas. Sus poemas están dirigidos a un público específico: la aristocracia militar y feudal. Es por ello mismo por lo que sus obras no registran otras formas «populares» de divinidad muy presentes en el mundo griego.
A pesar de la crítica llevada a cabo por el racionalismo griego, la mitología de Homero y Hesíodo continuó interesando a las élites del mundo helenístico. Sin embargo, estos mitos ya no se interpretaban literalmente sino que se buscaba su sentido alegórico, simbólico (algo que llevaron a su máxima expresión los estoicos). Gracias a esta interpretación alegórica Homero y Hesíodo lograron conservar el valor cultural de sus divinidades. Pero esta no supone la única vía por medio de la cual se consiguió la salvación de los dioses griegos, Eliade nos habla de la obra de Evhemero, Historia sagrada, que presentó a los dioses homéricos desde un punto de vista histórico: como antiguos dioses que habían sido divinizados. Esta es según nos dice el autor una posibilidad racional de conservar los dioses de los poetas.
La alegoría y la obra de Evhemero son los principales cauces que han permitido que los dioses y héroes griegos no hayan caído en el olvido tras el proceso de desmitificación y el triunfo del cristianismo. Pero, ¿qué ocurre con aquellas otras formas mitológicas a las que el propio Homero, como ya dijimos antes, dejó de lado en sus poemas? Sabemos muy poco sobre las religiones y mitologías populares del Mediterráneo, pero es en ellas según nos dice el autor, donde el cristianismo encontró una fuerte resistencia. La mayoría de estas formas sobreviven aún en nuestros días cristianizadas porque, a diferencia de la mitología homérica, no tuvieron apenas repercusión en el plano cultural a pesar de constituir un fenómeno espiritual importante.


Capítulo IX. Pervivencias del mito y mitos enmascarados.
La relación entre cristianismo y mitología es el tema que ocupa a Eliade al comienzo de este noveno capítulo. Estas relaciones plantean una serie de dificultades que el autor analiza brevemente. En primer lugar encontramos un problema que está relacionado con el equívoco ligado al uso del término mito (se había impuesto su significado en cuanto a fábula, ficción, mentira), lo que había provocado que la teología cristiana tratara de evitar por todos los medios  de defender la historicidad de Jesús para, de esa manera, evitar su consideración como un personaje mítico. Dentro de este intento, Eliade destaca la labor de Orígenes que, aunque trato de defender la historicidad de Jesús, estaba mucho más interesado en el sentido espiritual de su mensaje: «Insistir demasiado en la historicidad de Jesús, desatender el sentido profundo de su vida y su mensaje es mutilar el cristianismo» (p. 186). El segundo problema está conectado con este primero, pues concierne al valor de los testimonios literarios que fundamentan la historicidad de Jesús. La presencia de símbolos y elementos míticos en los evangelios ha animado a muchos autores a negar la historicidad de Jesús. Pero el problema principal lo encontró la Iglesia cristiana cuando tuvo que enfrentarse a las religiones populares vivas, principalmente en la Europa central y occidental. «La Iglesia ha debido luchar duramente más de diez siglos contra el continuo aflujo de elementos «paganos» (entiéndase pertenecientes a la religión cósmica) en las prácticas y leyendas cristianas. El resultado de esta lucha encarnizada ha sido más bien modesto, especialmente en el sur y sudeste de Europa, donde el folklore y las prácticas religiosas de las poblaciones rurales presentaban aún, a fines del siglo XIX, figuras, mitos y rituales de la más remota antigüedad, es decir, de la protohistoria» (p. 190). Los campesinos, nos explica el autor, por su propio modo de estar en el cosmos, no estaban atraídos por un cristianismo histórico y moral, su experiencia religiosa se nutría de un «cristianismo cósmico»: para ellos la Naturaleza no es el mundo del pecado, sino la obra de Dios. Esta actitud, nos dice el autor, no supone una paganización del cristianismo sino más bien una cristianización de las ideas religiosas de sus antepasados.
Durante la Edad Media se produce lo que Eliade denomina un «sobresalto del pensamiento mítico», y es que todos los estratos de la sociedad (los campesinos, los clérigos, la caballería…) adoptan un mito de origen y un modelo ejemplar al que imitar. Son dos los movimientos históricos de la Edad Media que destacan sobre los demás en este sentido: la elevación de Federico II al rango de Mesías (un ejemplo del prestigio religioso y la función escatológica que los reyes han mantenido en Europa durante muchos siglos) y las Cruzadas, especialmente aquellas protagonizadas por niños y que tuvieron lugar espontáneamente en Francia y Alemania en el año 1212 (ejemplo del mito de los Inocentes y de la exaltación del niño Jesús).
El fracaso de las Cruzadas no destruyó las esperanzas escatológicas, lejos de ello  se produjo una continuidad entre dichas concepciones medievales y las diferentes filosofías de la historia del Iluminismo y del siglo XIX. Eliade destaca el importante papel llevado a cabo por Joaquín de Fiore: la idea central de su pensamiento es la entrada inminente del mundo en una tercera época de la Historia, que será la época de la libertad, puesto que se realizará bajo el signo del Espíritu Santo. Esta idea tuvo según han mostrado recientes investigaciones prolongaciones inesperadas debido a la influencia en autores como Lessing, Comte, Fichte, Hegel, Schelling, Krasinky o Merejkowsky.
En nuestros días perduran ciertos «comportamientos míticos». No se trata de una supervivencia de la mentalidad arcaica sino que ciertos aspectos y funciones  del pensamiento mítico son constitutivos del ser humano.
El prestigio del origen por ejemplo, del que hablamos en capítulos anteriores, perdura en las sociedades europeas. De dicho mito se han valido movimientos tan dispares como la Reforma protestante o la Revolución francesa, también se encuentra en el fundamento de los nacionalismos y en el mito racista de los «arios». En nuestros días encontramos mitos enmascarados en lugares tan sorprendentes como son los comics, un buen ejemplo de ello es Superman que, según el autor, «satisface las nostalgias secretas del hombre moderno que, sabiéndose frustrado y limitado, sueña con revelarse un día como un «personaje excepcional» como un «héroe»» (p. 203). Otros mitos enmascarados son, por ejemplo, algo tan característico de nuestros días como es la obsesión por el «éxito», o también  el llamado «culto del coche sagrado», en los mitos de la «élite» que tratan de buscar una minoría selecta a través de la dificultad de sus pruebas de iniciación (culturales), etc. Especial importancia otorga Eliade a la novela que constituye según su opinión un intento de salir del tiempo histórico para entrar en un tiempo fabuloso. Es una característica que hace de este género literario el elemento sociocultural de nuestros días más cercano al mito. 


6 comentarios:

  1. Sinceras felicitaciones por tan excelente trabajo. Al igual que las publicaciones que haces en torno a las dos obras de Mircea Eliade, son enormes aportes al conocimiento de este gran estudioso de las religiones. Que esa labor académica perdure para las generaciones que quieren saber, profundizar y conocer, esos enormes aportes de quien ilumina la razón, responde preguntas y abre caminos, construyendo mundos.

    ResponderEliminar
  2. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

    ResponderEliminar
  3. Me ha servido muchísimo este resumen de Eliade, gracias!!!

    ResponderEliminar
  4. Una maravilla de libro de Eliade tuve la
    Dicha verlo en la universidad
    MITO Y REALIDAD

    ResponderEliminar